REDENCION

Los “Diecinueve días y quinientas noches” de aquel andaluz de Jaén, con querencia a la barra como el castizo Urrutia, fueron haciendo que conociese la “belleza de una noche de alcohol”, de ese republicano catalán, que se hizo músico en la capital del Reino. Entretenido por una rutina divertida, entregué todas mis energías a la nocturnidad, con alevosía y premeditación. Encontré compañeros en la andadura, cada cual más peculiar, pero hermanados por una característica común, una profunda melancolía que nos llevaba a que el Sol nos sorprendiese con sus primeros rayos día tras día.

La gran aventura también encontró nombres de mujer, todas ellas desarraigadas, tristes, solas, con una historia dramática que contar, tragedias personales que les habían hecho perder la fé, causa originaria de que mis manos acariciasen libremente sus cuerpos, mientras el exceso corría por nuestras venas contaminando nuestra de por si envenenada sangre. Cada encuentro finalizaba del mismo modo: Una promesa asociada a un teléfono y una llamada que jamás se realizaba, ¿para qué?, en los brazos del abatimiento un cariño casual no mitigaría para siempre la pena de la ruptura, como no lo hacía la ingesta del líquido elemento enfatizador de sensaciones, compañero inseparable en esos meses de amargura. No volví a saber nada de aquellas nínfulas de la penuria, de aquellos estandartes mutilados por la cruda realidad, soportes de mi desgraciado estado de ánimo en aquellas interminables madrugadas ocultos donde el Paseo Marítimo invade la Playa. Pero no siempre había sido así, ni la fatal incursión en el lado salvaje duró para siempre. Hubo un tiempo en que la oscuridad no existía, y hubo otro después de dejar de odiarla, del terrible día en el que descubrí que ya no la odiaba.

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