YO MATE A JFK


Pasada la crisis del Lunes, esperanzado de Martes, acudí al Café de Gijón junto a mi íntimo “El Minino”, ansiosos de paladear los exquisitos poleo-menta que envidan a la grande sin farol, y es que si la presunción encuentra coartada, es tasando las infusiones del legendario establecimiento de Mantelería, último bastión del buen hacer y tratar al cliente.

Tomamos la alternativa en la zona de sombra, y llegado el momento de entrar a matar, inmortalizamos al último Atleti campeón, doblete de Liga y Copa: Tras el poleo, pasamos a la manzanilla a pesar de ser sabios de treinta y tantos, y de estar al cabo de la calle que no se debe mezclar. La noche fue larga y americana, Matogrande nos contempló hasta que salió el Bock, después “Acelerado” con los jeans por la rodilla. Sin antídoto para unos improbables Santos y Vega, mejorados por el vino de Toro.

Nada nuevo, desde luego, salvo la revelación de que que predicar a Lee Harvey Oswald como verdugo del trigésimo quinto presidente yanki es falaz, así como la teoría de la conspiración alternativa. Por lo que parece, yo lo hice señores y por ello, suplico indulgencia, aunque esta confesión arrepentida merece esclarecimiento: Durante el devenir de las infusiones, el de Inés de Castro me hizo partícipe de cierto desencuentro reciente con un relegado personaje de mi pasado en blanco y negro, que una década después, ofreció su tiempo a mancillar mis garantes como persona, concediéndome toda clase de elogios a la manera de aquel lapso en el que respiraba demasiado desmañado para haberme arriado antes. Lo más asombroso de todo, no fue la retahíla de cortesías, si no el testimonio de que mis quebrantos no guardaban correlación con “Aquellos maravillosos años”, por lo que su desvelo a estas alturas me intriga, si bien lo supongo fruto de un pueril encono no compartido, ya que me siento incapaz de aborrecer al que no forma parte de mi existencia ni se consagra por intrascendente. En mi haber, un único lastre, haber dejado pendiente componer aquella canción cuando era poeta, pero es que “terminaba tan triste que nunca la pude escribir”. Por todo ello, permítame la encomienda de no volver a Manderlitz, de respirar el aire que le rodea, disfrutar con los seres queridos y los que le aprecian, y no hostigar a un individuo que vive al margen de sus progresos, de sus inquietudes, de sus proyectos e ilusiones, porque con todo el respeto nada le importan ni importunan. Que su recuerdo descanse en paz.